Con exactitud, no sabría cómo explicar
convincentemente, ni explicar tampoco, si cabe, de una manera más sencilla y
comprensible para el universo y para algunos de los muchos litigio de mundos
enganchados a la cola de mis alrededores, todo cuanto sucede a dos dedos de
esta distancia, la mía, ni a tres codos de algún desconsuelo, el vuestro, ni a
los cuatro brazos de una confrontación, una entre tú y yo; la misma que nos
separa, tanto de una mirada como de un aniversario inmenso, una que provoca remolinos
en mi cabeza mientras desde arriba se acerca, bordado como un sol abrasador en
el cielo de las cuatro o de las cinco, ese extravagante preparativo de la
tormenta.
No, no sabría explicar, sin nadie
conocido cerca, lo que ha sucedido a mí alrededor en el transcurrir de todos
los días, desde aquel o este llamamiento de nuestros labios, hasta el paso sin
lluvia de esa tormenta, esa en la que cualquier ser humano se bebe dos botellas
de sufrimientos cada día para intentar ser feliz y antes de acostarse, aún le
quedan ganas de ponerse a beber, (de echarse al coleto que dirían los clásicos) un par de vasos más a rebosar de angustias
para que no se noten sus temblores, ni se noten esos tiempos inmemoriales, esos
en los que no sabrían cómo expresar sus blasfemias ni sus cataclismos.
Son las dos del mediodía y en la mesa no falta ni un detalle para empezar a comer, no, ni falta el agua, ni falta el vino, y aun así, no, no consigo sentirme cómodo en este instante en el que sé, por su elocuencia, que no estoy preparado para asimilar los acontecimientos importantes, esos qué al írseme la cabeza confundo con otros diez o doce momentos que me vuelven de ayer, de esa burbuja dónde cogiditos de la mano creamos mundos distintos, mundos apartados, mundos que no dejan ver cómo explotan y cuentan lo que realmente sucede dentro, como si alguien pudiese leer a Dios de un solo vistazo, por dejar pasar la vida mucho más aprisa cuando más feliz se pensaba que se vivía.
Y sin estar nada claro, ni tener nada
claro, ni ver nada claro, acaso porque todo se redujese y se remontase hasta la
pérdida inevitable de la amistad en la niñez, la misma en la que también se
fueron olvidando las sonrisas; esas que ya estaban señaladas en el espacio
purpúreo de las tres o cuatro descargas del miembro viril y palpitante,
descargas a lo animal, a lo bestia, descargas entre las manos temblonas y
adolescentes que nunca fueron capaces de hacerse plenamente con él. Sí, perdona
por haberte hecho el amor tan deprisa, por no ser capaz de hacerte gozar. Por
no esperar a que tú también te vinieses de viaje conmigo; pero, cómo explicarte
que, tras las primeras exploraciones, me hiciste soñar con la misma vehemencia
con la que solo los dioses son capaces de hacer que todo suceda. Temblaba
visiblemente. Sudaba como la sonrisa de la ciudad que espera su ejecución. Sí,
parecía haberse refugiado en mis ojos el origen de la evolución. La tarde se
había oscurecido. La tormenta se había intensificado. Ante la muerte, la
profundidad del universo conocido era progresiva como las pasiones y el
pensamiento y así, sin dejar transcurrir ni media hora desde que presionase el
timbre de tu puerta, ya habías salido y nos habíamos mirado como si no hubiese
sucedido nunca nada, ni tan siquiera fuese nunca a suceder nada, nos habíamos
mirado mientras dejábamos el paso franco al vecino que también salió y bajó en
ese momento, como si hubiese intuido que formaría parte de nuestra historia.
Sí, también dejamos el paso franco a las sonrisas, y al inmenso placer que con
ellas llegó, uno instante después del amanecer.