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miércoles, 10 de agosto de 2016

IV La Metáfora desde Pálpitos del tren que no vuelve



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El alma que habita en la metáfora es femenina, como en Pálpitos del tren que no vuelve, “como cosas sin fechas ni importancia” como en la cesta las crías de gata. Huidiza, aleatoria, inusual, abierta a toda interpretación; “al destello del agua de algún entendimiento”, selecta, muy selecta al paso de las generaciones futuras. “esas que buscan en el verso: las preguntas a las respuestas. Pero no me las gastes todas”. Es una realidad creadora totalmente emancipada del mundo, que contiene un latir propio, que aumenta la plenitud de la expresión y la desparrama gratuitamente “desde la transparencia de los mundos que en soledad habitan mi cabeza”. Sí, dijeron ayer que se caracterizaba por su finalidad estética y expresiva, seguro que es cierto; pero hoy además, ha de conseguir unificar en una sola mirada, el espacio y el tiempo exactos del espíritu de las cosas, para que éstas nos iluminen y sigan quedando como únicos pilares de su existencia, como centros preferenciales del júbilo absoluto, “como poeta al acecho de tus ojos”.

No recuerdo quien dijo que: “La metáfora es un escándalo semántico dentro del poema” y totalmente de acuerdo, añado que: “cuando el beso se escribe” es una descarada provocación, “ausencia en mis dominios” de la vida real. La metáfora se encuentra tan oculta en la mayoría de las ocasiones “de clandestino invento” y a la vez tan a la vista como “los secretos del labio”, que hasta no ser nombrada como expresión de un nuevo discurso, no se nos hace visible.

Pálpitos del tren que no vuelve es la metáfora de un todo que compra y vende a partes iguales, realidad y fantasía desde la especulación de los supuestos, que trafica con belleza y fealdad, que se abre y cierra al pensamiento del lector con nuevas inquietudes, para así, llevarle siempre a ese terreno virgen y alocado, manido y seductor donde habitualmente, oculta en la sorpresa y el misterio, su mejor baza: “la cama, el baile al oído, el ábside en las manos, los senos chocolate” Es por ello que si realmente el lector de poesía desea llegar al clímax de lo que trae consigo este poemario, tiene que conocer, y tras conocer, olvidar y saltar los límites de las cosas que preestablecidas tiene dentro de su ser y que sin duda forman parte de su esencia, tiene que abrir el abanico de su espectro mental y vivir en un mismo acto el nacimiento y la muerte. El intermedio es la caricia de una mano infantil “en la agenda del poeta”. Ha de ponerse una venda en los ojos, taponarse los oídos y la nariz, mantener quietos los dedos y dejarse llevar por la sangre de todos los meses, y caminar y sentir, fiándose solo de su intuición.

La metáfora, aunque sus parámetros están desde siempre establecidos, nunca es fija, siempre varía según la manera de ver que tenga el poeta, según el momento que escoja el lector para vivir el poema “al lado de la cinta que acerca el equipaje”.

En Pálpitos del tren que no vuelve, la metáfora es una alianza que firman dos labios, “la lejanía del carmín de una desmemoria”, la máxima expresión del miedo y la sorpresa, esa mano que se desliza sin prejuicios bajo la blusa, mientras en algún lugar indispensable de la fantasía, con toda naturalidad, se hace posible el encuentro “del crepúsculo de una negativa”. Sí, ese encuentro que tiene que ser un salto hasta ese mundo que se desea crear, hasta ese mundo nunca antes descrito, “Aquí alarido que penetra y repta” un salto más allá de la imagen y la ilusión; una y otra sucesión de vidas y vidas y tiempos y mundos en el botón que enciende tus instintos; esa libertad del alma para ganar los bienes terrenales, la carne, por un instante joven y luego agonizante del mortal individuo.