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viernes, 18 de diciembre de 2009

LA BRISA DEL PICO LUTERO 2ª entrega


Apenas recién instalado, cuatro días antes de abrirse la veda, fantaseaba con el lance y el encuentro; con el ángulo que debía emplear para abatir la pieza, con la trayectoria a seguir por el ojo fijo del punto de mira, con el desenlace. Serían las doce, o así, poco después de terminar el tejado de la casa que fue de mis padres y que gracias a mi hermano hoy se conserva, después de comer el torrezno y para hacer mejor la digestión, salir a pasear por los alrededores, cuando a veinte metros de casa, a la orilla del río Avión, mientras en la cabeza solo tenía, el vuelo completo de la codorniz, con los pies, a punto estuve de pisarla a ella y a sus crías. Salieron de frente como los tres deseos del genio de la lámpara, levantando el vuelo desde la maleza, como si se burlasen de mí, como si supiesen que todavía estaba prohibido matarlas, y que la cámara de fotos aún permanecía dentro del equipaje, como si sólo quisiesen mostrarse, para decirme que sí, que claro que todavía existían.

Fue Chema quién me puso sobre la pista de la fauna que aún quedaba en los bosques: lobos, zorros, corzos, el águila, que sacaba en el valle del Coto, dos crías todos los años. Mi cerebro, receptivo y fantasioso, comenzó a lanzar fuegos de artificio, rumores, como de una anunciación, que viniese al campo de vacaciones. Me dijo que, a la caída de la tarde, a la luz sesgada del horizonte, a los escasos charcos que en el río había, bajaba el corzo a beber, que tuviese cuidado, porque también el lobo estaba cerca

Por eso y porque es paseo obligatorio en mi pueblo, subir hasta la Ermita de Santiago y desde allí, al Pico Lutero, para contemplar casi rozando el algodón del cielo, el hermoso panorama que se nos muestran desde su altura. Mil setenta y dos metros y una meseta de, uno cincuenta, por tres diez de tierra arcillosa y pequeños cantos lisos. Es junto a Rabanillo, la mayor altitud de la comarca. Cuentan que, en los días claros, sentados a la sombra del roble, oliendo todo el tiempo a infusiones naturales, se puede ver el mar de las sonrisas, el paladar del misterio sagrado, y esa luz volandera que forma el arcoíris entre las pestañas. De frente, en cada valle, dos afluentes secos, a la derecha, los cimientos de lo que fueron los corrales, y esas pozas donde dice Chema que bajan a beber los corzos. A lo lejos, el rastrojo del trigo cosechado, el engordadero de las codornices para su pronta emigración.

Aquí que es donde se desflora el tiempo. Donde no hay ningún rostro que no esté por dibujarse, ni hay ninguna mirada que no vuele al infinito para recordarnos que, desde siempre, el mundo, nunca se ha cansado de ser multicolor; verde, trigueño, verde codorniz terrosa, verde verano e invierno. Que en la habitación donde se fingen las ideas, el mundo habitante no tiene ningún deseo de alcanzar la perfección y que, en el fondo común de todos los lugares, rezuma sobre una alfombra de brezos, animal la quietud, el morado cómplice de quién espera. Los cuadros ingleses de tu camisa sin mangas, el alargamiento de mis sueños, que parece ser que sólo a mí me dañan.

Sí, es lógico que reconozca que, para llegar, casi, casi nos convertimos en intrépidos exploradores. En el monte bajo, nos rozaban el rostro, los finales de las hojas del roble, nos rozaban como solo roza la noche a los cometas: con pausada serenidad. Nos adentramos en la espesura, abriéndonos paso entre la maraña de urces y matorrales que nacen como escisiones de lo cotidiano En ocasiones para seguir, fue preciso quebrar algunos retoños que nos arañaban

El pueblo al regazo de la brisa del pico Lutero siempre estará ahí, creando entre sus muros y sus esquinas las luces y las sombras de la memoria. En el cementerio, nombres de rostros que ya no recuerdo, y justo a la puerta, contemplándolo todo, como a ella siempre le gustaba, mi madre; mi padre, también al igual que siempre en segundo plano, un poco más a la derecha.

Maximiano Revilla