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viernes, 31 de enero de 2014

HISTOEXPERIENCIA



Su leyenda decía
que nació, sobre un mil,
o un dos mil ochocientos
años cargados de inmortalidades
como cada mañana
con sus muchos destinos.
 
Y aunque es verdad
que fue después de Buda
y antes, mucho antes de llenarse
de agujeros el rostro
superior de la atmósfera,
sus crónicas, no quedan claras
en mis constelaciones
de siglos y más siglos,
ni se distingue bien,
por qué con él empiezan.
 
Por supuesto se intuye,
que fue algún día
entre los meses de junio y septiembre,
cuando al calor de los colores,
se llenan de familias
mafiosas las terrazas
y el cielo de relámpagos
sin posibilidades
para ver las estrellas.
 
Solía venir y venía,
con la envoltura de los lunes,
del juerguista totalmente agotado,
con la siempre apariencia
del trabajador público,
con el rictus de un miedo
que le viste con mandil esmeralda,
con una gran sonrisa
y una bandeja bajo el brazo.
 
Sí, solía venir del extranjero,
de dar la vuelta al mundo
de una copa o de un vaso,
de Londres, de Palencia de Hong Kong,
del abierto bisel de la hermosura,
de los sueños en las habitaciones
de las muchachas.
 
Sin quitar ni añadir detalles,
sabemos qué: el fin último
de cualquier recorrido,
es, a la conclusión del movimiento,
el orgasmo de las mujeres,
las que cuelgan pintadas
en la tienda de moda
y se exhiben después
en los museos del amor,
las que desfilan en las pasarelas
de esas cosas vivas aún,
que quieren volver siempre
para jugar en la luna del centro
con ese grillo de la jaula
que come verde los domingos
y sale a divertirse
imitando el susurro
de las citas y el juego
que describen los poetas de Turrialba.
 
Sí, claro que os lo digo:
dormía en los solares
calamitosos de algunas cabezas,
en el dibujo de una cama
pequeña e insuficiente,
en esa estupidez del jazz inmenso
que, como las espinas,
siempre se le atraviesan
en medio de las mil o dos mil notas,
de la garganta con la que alguien
desvela su erotismo
y vomita en la sombra vuelta
de un dios tostado al sol.
 
Dormía a la intemperie
del ridículo que iba siempre
acumulando
en aquel aire anónimo
de los recuerdos,
con sus propios ronquidos
largamente abrasados
por la úlcera de junio,
ese junio que arropa
con nata sus mentiras.
 
Sobre todo, al final,
me solía venir a ver,
no porque en mí estuviese
la noche repetida,
sino por conseguir
animarle algo,
al ser mucho más tristes que las suyas,
las historias que le contaba.
 
“Acaso sea solo por costumbre,
pero cuando se apaguen tus latidos,
me resultará muy difícil
tener que soportar
la sed de los luceros
de los cinco retoños
que se visten con faldas
de la sombra del roble
al otro extremo de la luna.
Todos durmiendo juntos
en el cuarto de las calderas.
Tú ya sabes que yo no pago:
ni agua, ni luz, ni gas,
ni quiero ver el duelo
de las columnas que conforman
el mundo de los patios
con las luces de los años noventa,
con esa pizca de invención
a la felicidad.”
 
Él tenía esa gracia
de los supervivientes
emigrantes en medio
de cualquier ciudad de adopción,
en las que ya no se distinguen
entre los rascacielos
las campanas de sus iglesias.
 
Sí, su leyenda dijo siempre
que nunca moriría viejo
antes de dar las dos.


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