Su leyenda decía
que nació, sobre un mil,
o un dos mil ochocientos
años cargados de
inmortalidades
como cada mañana
con sus muchos destinos.
que fue después de Buda
y antes, mucho antes de
llenarse
de agujeros el rostro
superior de la atmósfera,
sus crónicas, no quedan
claras
en mis constelaciones
de siglos y más siglos,
ni se distingue bien,
por qué con él empiezan.
que fue algún día
entre los meses de junio
y septiembre,
cuando al calor de los
colores,
se llenan de familias
mafiosas las terrazas
y el cielo de relámpagos
sin posibilidades
para ver las estrellas.
con la envoltura de los
lunes,
del juerguista totalmente
agotado,
con la siempre apariencia
del trabajador público,
con el rictus de un miedo
que le viste con mandil
esmeralda,
con una gran sonrisa
y una bandeja bajo el
brazo.
de dar la vuelta al mundo
de una copa o de un vaso,
de Londres, de Palencia
de Hong Kong,
del abierto bisel de la
hermosura,
de los sueños en las
habitaciones
de las muchachas.
sabemos qué: el fin
último
de cualquier recorrido,
es, a la conclusión del
movimiento,
el orgasmo de las
mujeres,
las que cuelgan pintadas
en la tienda de moda
y se exhiben después
en los museos del amor,
las que desfilan en las
pasarelas
de esas cosas vivas aún,
que quieren volver
siempre
para jugar en la luna del
centro
con ese grillo de la
jaula
que come verde los
domingos
y sale a divertirse
imitando el susurro
de las citas y el juego
que describen los poetas
de Turrialba.
dormía en los solares
calamitosos de algunas
cabezas,
en el dibujo de una cama
pequeña e insuficiente,
en esa estupidez del jazz
inmenso
que, como las espinas,
siempre se le atraviesan
en medio de las mil o dos
mil notas,
de la garganta con la que
alguien
desvela su erotismo
y vomita en la sombra
vuelta
de un dios tostado al
sol.
del ridículo que iba
siempre
acumulando
en aquel aire anónimo
de los recuerdos,
con sus propios ronquidos
largamente abrasados
por la úlcera de junio,
ese junio que arropa
con nata sus mentiras.
me solía venir a ver,
no porque en mí estuviese
la noche repetida,
sino por conseguir
animarle algo,
al ser mucho más tristes
que las suyas,
las historias que le
contaba.
pero cuando se apaguen
tus latidos,
me resultará muy difícil
tener que soportar
la sed de los luceros
de los cinco retoños
que se visten con faldas
de la sombra del roble
al otro extremo de la
luna.
Todos durmiendo juntos
en el cuarto de las
calderas.
Tú ya sabes que yo no
pago:
ni agua, ni luz, ni gas,
ni quiero ver el duelo
de las columnas que
conforman
el mundo de los patios
con las luces de los años
noventa,
con esa pizca de
invención
a la felicidad.”
de los supervivientes
emigrantes en medio
de cualquier ciudad de
adopción,
en las que ya no se
distinguen
entre los rascacielos
las campanas de sus
iglesias.
que nunca moriría viejo
antes de dar las dos.
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viernes, 31 de enero de 2014
HISTOEXPERIENCIA
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