Desde los ojos del guepardo, al otro lado del mundo, se reflejan en miniatura miles de sombras sonrientes. Son pequeños seres desnudos que, por unas pocas monedas, nos llevan el equipaje. Nada que objetar ante tantos antiguos misterio como se aclaran a la hora de buscarse la vida, Son igual que éramos nosotros con el tesoro terrestre de la niñez: esponjas en una cabaña de barro, absorbiéndolo todo. Viéndolos, mi cabeza se llena de recuerdos y mundos y juegos casi olvidados
Desembarqué a las siete de un rosa continuo, justo en la mitad de un agosto viajero, dentro de los límites del programa turístico. Llegué en el vuelo procedente de Madrid. Cansado, muy cansado, sin ganas de nada que no fuese acostarme, sin ganas, ni tan siquiera de pensar. Y, sin embargo, apenas puse un pie en el suelo, las abismales diferencias, con respecto al mundo, que horas antes, había dejado al otro extremo, avivaron todos mis sentidos, hasta conseguir, hacer, que algo dentro de mí, cambiase.
La gran mayoría de la gente que me cruzaba era de una oscuridad brillante, de cuerpos, de estrellas, de noches casi desnudas. Los menos, los que cubrían su figura con ropas de unas cuantas manos, se mimetizaban tanto, que parecía que era como una prolongación de su piel, de fiesta, de continua fiesta, después de que la lluvia se engalanara de arco iris. Mi guía, apenas un adolescente, se movían con ligereza cargando con la ilusión de mi macuto, unos cuantos sueños y días y vidas. Unas sandalias de animal salvaje cubrían la planta de sus pies.
Aquí, en la distancia de la civilización conocida, las transacciones son rápidas y escuetas, tanto que, a las dos horas, estaba protegido del sol, debajo de una red de camuflaje, que extendida entre dos pilastras, entre dos árboles secos, entre muchas inconveniencias, me dejaba observar, del mundo felino de los guepardos, casi todos sus misterios, casi todas las motas negras que salpican el rubio tostado de su pelaje. Así, desde tan cerca, resultan distintas y atrayentes, como un kit-kat del todo imprescindible para descansar de la rutina. A mi lado, siempre observador e informativo, siempre amable y servicial; se encontraba mi guía y el brillo de la impaciencia acelerando mi corazón.
En el cristal de los prismáticos, un macho y una hembra, entretenidos y animosos negociaban la fórmula secreta del enamoramiento, el contrato, la distribución correcta de los besos, los quehaceres de la vida diaria. Ellos, nos observan, mientras les observamos. En ocasiones, cuando por casualidad coincidían nuestras miradas, instintivamente, viéndolos tan cerca, sintiéndolos tan cerca, tenía que apartar los ojos, avergonzado por invadir su intimidad
De improviso, aparecieron ante nosotros por distintos senderos, otros tres guepardos: uno supuestamente vino de la sombra de la sierra que había hacia nuestra derecha, el otro llegó sin duda, de la corriente suave del río en el vado y el tercero apareció como de la nada, pues nada parecía que hubiese más allá de los árboles gigantes: esos tan característicos de todas las fotografías que cuelgan en las agencias de viaje: ellos solo ellos y detrás, el sol abandonándonos. Bueno, miento, en esta ocasión, se encontraba justo arriba de nosotros, en las mismísimas calderas de la creación. Después de unos instantes de conversar, acaso sobre la manera de cómo actuar, todos se han puesto en movimiento: planta atlética, cuerpos estilizados, maneras señoriales, en apariencia, tranquilidad absoluta y calma, mucha calma. A lo lejos, en la distancia, aparece una manada de gacelas, como un plato exquisito, como un reto extraordinario, como una tentación y una necesidad. Cada cual sabe lo que tiene que hacer, sabe que parte del trabajo le toca realizar, sabe hasta dónde llega su compromiso.
Tras la carrera de obstáculos, el esprint; el último esfuerzo, luego el zarpazo de la su uña hiriente en la nalga de la gacela, casi al instante, se abalanzaron todos contra ella y ya no pudo levantar.
En
la pelea, he vuelto al principio de nuestros ancestros, en los actos amorosos
del guepardo he oído la voz y he visto la luz de esos niños desnudos y
sonrientes. Por la misericordia de mi guía vuelvo de la otra realidad de un
safari de sueño.
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