Un alma, un velo o un suspiro,
un rápido paso camino de la luz,
un entrever difuso (luz, espérame),
esa esperanza ahogada por la prisa.
Este ancho mar permite la clara voz nacida,
la desplegada vela verde,
ese batir de espumas a infinito,
a la abierta envergadura de los dos brazos distantes.
Oh horizonte de viento quieto, lejanía.
Sospechas de dos mariposas de virgen
aquí donde las ondas son kilómetros.
Una dulce cabeza, una flor de carbón navegan solas.
Solo faltaría una pluma, una pluma compuesta
hecha de dedos ciegos,
de abandonados ya propósitos de anteayer distante.
Así para tocarse, para comprobar la frente o el cuello,
la carencia de sangre,
ese reflejo verde parado por las venas,
mientras cercados por la densa ojera
están hundidos dos besos morados.
La flor en el agua no es un gemido.
No quemada, no ardida, boga callando,
reservando su perfume implacable
para correr como loco por las arterias ausentes.
La embriaguez de entonces, la belleza serena,
la voz naciente,
el mundo que adviene;
abrázame mientras tanto,
que al fin me entere yo cómo sabe una piel que sorprende.
Quién sabe si estas dos manos,
dos montañas de pronto,
podrán acariciar la minúscula pulpa
o ese dientecillo que solo puede tocarse con la yema.
Si abandono mi mano sobre tu pecho,
oh, no mueras como un suspiro aplastado,
no disimules tu calidad de onda al fin opresa.
Pervive, oh mía, aquí sobre la playa ahora en fin que no vivo,
que puedo tenderme en forma de espuma y bañar unos pies no presentes
para retirarme a mi seno donde extremos navegan.