CAPÍTULO VI (Fragmento)
Entiendo que quizá debiera pedirle
perdón, pero taponándome los oídos, me alejo de su contorno e intento no
escuchar las risas de todos aquellos que van dentro del vagón, y de todos
aquellos que han visto igual que he visto yo, como después de la carrera, justo
cuando ya iba a entrar, se ha cerrado la puerta dándole el cristal,
literalmente en la punta de sus rojizas narizotas. Y como avergonzado y
enrabietado, ha mirado a derecha y ha mirado a izquierda esperando que nadie le
hubiese visto, ni nadie estuviese mirado, y así, seguidamente se ha liado a
propinar tremendas patadas a las silenciosas papeleras; esas que por supuesto,
eran en su cabeza, la misma cabeza del conductor que le había dejado tirado,
cerrándole de golpe la puerta. Reconozco que yo hubiese hecho lo mismo antes de
resignarme, igual que lo hacía él, a tener que esperar malhumorado al próximo
convoy. Y aun así, a pesar de ver las cojeras del mundo y de llegar de refilón
un hálito recuerdo de mi impureza, aunque mi contaminación sea lo que me ha
traído hasta este lugar, no me considero como él, ni como ellos; sino que, por
algún motivo raro, llego a verme y llego a valorarme, mucho más y mucho mejor,
siendo ese, el principal motivo por el que tengo miedo a que me contagien su
mal, y que así, con ese mal que sabe a tierra de ayunos y de olvidos, venga y se
borre y desaparezca todo el entendimiento, convirtiéndose su hábito en
debilidad. Sí, cuantas más posesiones tenemos, mayor es el desfile de imágenes
vueltas hacia el interior de la fatiga y del miedo que se lleva dentro.