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viernes, 21 de mayo de 2021

TALLER online DE POESÍA PARA MAÑANA Lección 1

 


LECCIÓN 1

GONZALO TORRENTE BALLESTEROS

                                        Prólogo a: La isla de los Jacintos cortados  

… Y sucedió también que terminé la novela a falta de una última frase, ese acorde final o ese epifonema tan recomendados por los retóricos, y por algunos otros de los muchos entendidos, para que la cosa quede redonda y respetable. Pues, tampoco se me ocurría, y esta es la hora, ya la novela en la imprenta, en que le falta la frase final, y lo más probable es que aparezca sin ella. Pero, como a veces acontece, dos nociones, temas o sucesos que nada tienen que ver entre sí, lejanos y distintos como constelaciones, en la imaginación se aproximan (¿se abarloan, quizás?), y del roce o del choque salen nociones nuevas, imágenes inesperadas, metáforas útiles, o tal vez completamente inservibles. Yo estaba leyendo la traducción gallega de los Sonetos a Orfeo, de Rilke, hecha por un paisano mío, el señor Tobío, que salió muy bien del apuro, que salió brillantemente; y lee que lee, me tropecé con un verso (no puedo citarlo con precisión porque el libro se me quedó en Galicia) en que dice o habla de «un lecho en el oído». ¿Voy a mentir diciendo que lo encontré acertado? Pues, no. No la traducción, que es fiel, sino la imagen del mismo Rilke, que a mi sentir no anduvo con gran fortuna en ese instante, ¡caray!, un lecho en el oído, no hay modo de imaginarlo. Inmediatamente se me ocurrió la corrección, lo que hubiera levantado el verso: un lecho en el olvido. No es porque se me haya ocurrido a mí, pero lo encuentro bastante aceptable, de verdad sugerente. Un lecho en el olvido. Dice algo de por sí, y, combinado con cualquier otro sintagma más o menos de la misma calaña, puede significar mucho. Pero, al menos en aquel momento, no se me ocurrió ponerme a la invención de ese sintagma complementario, sino que descubrí, o comprendí, que semejante frase, un lecho en el olvido, pudiera relacionarse con algunos aspectos de mi novela de amor, donde no hubo lecho y hay olvido, y, oportunamente redondeada, servirme de epifonema o de acorde final, conforme a mí ya resignado propósito.

Y aquí fue cuando se operó la relación, el choque eléctrico, el relámpago, a que antes me referí: sin que para nada interviniese mi voluntad, la palabra abarloado emergió de sus abismos, quizá marítimos, quizá meramente poéticos, desplazó al lecho de su situación de privilegio, y me ofreció una nueva frase: abarloados en el olvido, que, de momento, me deslumbró, ya que me hallaba ante una metáfora bastante más compleja que la de origen, bastante más luminosa, en la que abarloados bien podía referirse al Narrador (de esta novela) y a Ariadna, con lo cual la idea de lecho no quedaba del todo abandonada, sino aludida: y si es cierto que el otro miembro permanecía, el olvido, la nueva imagen lo enriquecía considerablemente al quedar implícita la comparación con la mar, que es donde los buques se abarloan, y hace por tanto al olvido, como ella, inmensurable, inagotable, y, si alguien lo recuerda, toujours recomencée. Quedé como de un susto, ante este mi jamás sospechado talento lírico, pero comprendí inmediatamente que, así como estaba la frase, el resultado de aquella intuición no me servía de nada, salvo de incomunicable satisfacción personal, bastante modesta por otra parte. ¿Cómo cerrar un libro colocando al final, así, aislado,

¿Abarloados en el olvido?

Ahora sí que se puso a funcionar mi imaginación, más de prisa de lo que yo hubiera deseado, y en su ir y venir recorrió las varias fórmulas posibles con el abarloe y sin él: escribí, por ejemplo (y fue una vuelta atrás):

Acuéstate en mi olvido y vive allí,

que no me gustó porque excluye al Narrador (o se excluye), lo que empobrece el sentido, reduce el olvido a sus límites y deja fuera al abarloe.

Se me ocurrió también:

          Abarlóate, Ariadna, en mi olvido, y vive,

que prescinde también del Narrador y, en último término, usa indebidamente el abarloe, porque éste requiere de dos barcos, al menos, o de dos cuerpos. Otra de las etapas fue:

Abarloados en el olvido, Ariadna, viviremos,

lo cual es una especie de carabina de Ambrosio que tampoco resuelve nada, que nada cierra y nada solemniza. Y como las ocurrencias posteriores no mejoraron ninguna de éstas, acabé temiendo que ese final apetecido se me escapase, no sé ahora si era inasible o inasequible, como ciertos fantasmas, y ciertos modos de amor. Hasta que, al fin, algo se me insinuó y con algo pude redondear el párrafo postrero, cabal remate, nota caliente y convincente de este embarullado conjunto, algo de orden, quiero decir, aunque sea a la despedida. Pero, una vez escrito, pienso con verdadero espanto si esas palabras no serán mías, sino, todo lo más, otro verso de alguien, modificado. ¡Ah, si fuera capaz de recordar todos los versos que he leído...! Para no disparatar más vuelvo a lo dicho, el orden, el final: dice «forma» quien dice «orden»; dice «final» quien dice «redondeo». Prácticamente toda narración puede ser infinita, igual que amorfa, como la vida. Darle un final, darle una forma, es la prueba más clara de su irrealidad. Por tanto, ¿para qué enredarnos más en elucubraciones? Como irreal te la ofrezco, que es a lo que intentaba llegar. Y tú verás.

  

                                                  LA ILUSIÓN DE UN VIAJE          

 

                       La tarde que venía deslizándose contra la voluntad y la memoria de su hermosura, suave como una meditación; sí, esa tarde que, por lo general trae alguna sorpresa de miel de abeja que ha ido de amapola en amapola, siempre nos sorprendía muy juntos.

                        Hubo un instante en el que incluso, a pesar de todo lo que pudiese parecer y aparentar, estaba muy claro el motivo por el que siempre quedamos a las puertas de los hoteles de cuatro y de cinco estrellas, y no, qué va, no era para despistar, sino para que así pareciese que no dejábamos nunca de entrar y de salir, y que veníamos e íbamos haciéndonos, de esta manera a la idea de que siempre estábamos viajando. Pero no, no te enfades por no confesar la verdad. No, no, sí, claro que yo ya sabía que tú lo sabías. ¡Claro que tú ya la sabías! La verdad que siempre tiene infinitos senderos te puede confirmar que jamás salimos del barrio; sobre todo, al principio, por mi trabajo de terrorista, luego por mis enfermedades, y por mis borracheras, y por mis enfados, más tarde por mi amargura general al lado de mi amigo “el fantasma del mercado”, el mismo que me guiaba por sus puestos y me mostraba sus “delicatesen” a la hora de invitarte en la mesa desconchada de la terraza al mejor de los restaurantes

                        Y al final, casi, casi rozando ya la meta de las apuestas a la vida, y a la madurez de todos sus contornos, apenas dos pasos después de haber comenzado a morir en nuestras andaduras, a la hora de esta vejez excesivamente cierta, o excesivamente incierta; como si nunca llevásemos, o llevásemos siempre puesta la ropa interior de Victoria's Secret, esa que, para el caso, partiendo de las estadísticas de los más allegados y los menos, ¿a quién puede o no importar una segunda sugerencia? Una que nos desafíe, o que nos imponga, o que nos certifique, y nos guíe hacia esa sorprendente excitación alcanzable o no, esa que siempre trae consigo las mentiras de los rastrillos, y las de las tiendas nuevas, las de los todo a cien, sí, de esa ropa interior de la que nos vestimos la gran mayoría. Excitante, sí, sí, también excitante.


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