LECCIÓN 1
GONZALO TORRENTE BALLESTEROS
Prólogo
a: La isla de los Jacintos cortados
… Y sucedió también que terminé la
novela a falta de una última frase, ese acorde final o ese epifonema tan
recomendados por los retóricos, y por algunos otros de los muchos entendidos,
para que la cosa quede redonda y respetable. Pues, tampoco se me ocurría, y
esta es la hora, ya la novela en la imprenta, en que le falta la frase final, y
lo más probable es que aparezca sin ella. Pero, como a veces acontece, dos
nociones, temas o sucesos que nada tienen que ver entre sí, lejanos y distintos
como constelaciones, en la imaginación se aproximan (¿se abarloan, quizás?), y
del roce o del choque salen nociones nuevas, imágenes inesperadas, metáforas
útiles, o tal vez completamente inservibles. Yo estaba leyendo la traducción gallega
de los Sonetos a Orfeo, de Rilke, hecha por un paisano mío, el señor Tobío, que
salió muy bien del apuro, que salió brillantemente; y lee que lee, me tropecé
con un verso (no puedo citarlo con precisión porque el libro se me quedó en
Galicia) en que dice o habla de «un lecho en el oído». ¿Voy a mentir diciendo
que lo encontré acertado? Pues, no. No la traducción, que es fiel, sino la
imagen del mismo Rilke, que a mi sentir no anduvo con gran fortuna en ese
instante, ¡caray!, un lecho en el oído, no hay modo de imaginarlo.
Inmediatamente se me ocurrió la corrección, lo que hubiera levantado el verso:
un lecho en el olvido. No es porque se me haya ocurrido a mí, pero lo encuentro
bastante aceptable, de verdad sugerente. Un lecho en el olvido. Dice algo de
por sí, y, combinado con cualquier otro sintagma más o menos de la misma
calaña, puede significar mucho. Pero, al menos en aquel momento, no se me
ocurrió ponerme a la invención de ese sintagma complementario, sino que
descubrí, o comprendí, que semejante frase, un lecho en el olvido, pudiera
relacionarse con algunos aspectos de mi novela de amor, donde no hubo lecho y
hay olvido, y, oportunamente redondeada, servirme de epifonema o de acorde
final, conforme a mí ya resignado propósito.
Y aquí fue cuando se operó la
relación, el choque eléctrico, el relámpago, a que antes me referí: sin que
para nada interviniese mi voluntad, la palabra abarloado emergió de sus
abismos, quizá marítimos, quizá meramente poéticos, desplazó al lecho de su
situación de privilegio, y me ofreció una nueva frase: abarloados en el olvido,
que, de momento, me deslumbró, ya que me hallaba ante una metáfora bastante más
compleja que la de origen, bastante más luminosa, en la que abarloados bien
podía referirse al Narrador (de esta novela) y a Ariadna, con lo cual la idea
de lecho no quedaba del todo abandonada, sino aludida: y si es cierto que el
otro miembro permanecía, el olvido, la nueva imagen lo enriquecía
considerablemente al quedar implícita la comparación con la mar, que es donde
los buques se abarloan, y hace por tanto al olvido, como ella, inmensurable,
inagotable, y, si alguien lo recuerda, toujours recomencée. Quedé como de un
susto, ante este mi jamás sospechado talento lírico, pero comprendí
inmediatamente que, así como estaba la frase, el resultado de aquella intuición
no me servía de nada, salvo de incomunicable satisfacción personal, bastante
modesta por otra parte. ¿Cómo cerrar un libro colocando al final, así, aislado,
¿Abarloados en el olvido?
Ahora sí que se puso a funcionar mi
imaginación, más de prisa de lo que yo hubiera deseado, y en su ir y venir
recorrió las varias fórmulas posibles con el abarloe y sin él: escribí, por
ejemplo (y fue una vuelta atrás):
Acuéstate en mi olvido y vive allí,
que no me gustó porque excluye al
Narrador (o se excluye), lo que empobrece el sentido, reduce el olvido a sus
límites y deja fuera al abarloe.
Se me ocurrió también:
Abarlóate, Ariadna, en mi olvido, y
vive,
que prescinde también del Narrador
y, en último término, usa indebidamente el abarloe, porque éste requiere de dos
barcos, al menos, o de dos cuerpos. Otra de las etapas fue:
Abarloados en el olvido, Ariadna,
viviremos,
lo cual es una especie de carabina
de Ambrosio que tampoco resuelve nada, que nada cierra y nada solemniza. Y como
las ocurrencias posteriores no mejoraron ninguna de éstas, acabé temiendo que
ese final apetecido se me escapase, no sé ahora si era inasible o inasequible,
como ciertos fantasmas, y ciertos modos de amor. Hasta que, al fin, algo se me
insinuó y con algo pude redondear el párrafo postrero, cabal remate, nota
caliente y convincente de este embarullado conjunto, algo de orden, quiero
decir, aunque sea a la despedida. Pero, una vez escrito, pienso con verdadero
espanto si esas palabras no serán mías, sino, todo lo más, otro verso de
alguien, modificado. ¡Ah, si fuera capaz de recordar todos los versos que he
leído...! Para no disparatar más vuelvo a lo dicho, el orden, el final: dice
«forma» quien dice «orden»; dice «final» quien dice «redondeo». Prácticamente
toda narración puede ser infinita, igual que amorfa, como la vida. Darle un
final, darle una forma, es la prueba más clara de su irrealidad. Por tanto,
¿para qué enredarnos más en elucubraciones? Como irreal te la ofrezco, que es a
lo que intentaba llegar. Y tú verás.
LA ILUSIÓN DE UN VIAJE
La tarde que venía deslizándose
contra la voluntad y la memoria de su hermosura, suave como una meditación; sí,
esa tarde que, por lo general trae alguna sorpresa de miel de abeja que ha ido
de amapola en amapola, siempre nos sorprendía muy juntos.
Hubo
un instante en el que incluso, a pesar de todo lo que pudiese parecer y
aparentar, estaba muy claro el motivo por el que siempre quedamos a las puertas
de los hoteles de cuatro y de cinco estrellas, y no, qué va, no era para
despistar, sino para que así pareciese que no dejábamos nunca de entrar y de
salir, y que veníamos e íbamos haciéndonos, de esta manera a la idea de que
siempre estábamos viajando. Pero no, no te enfades por no confesar la verdad.
No, no, sí, claro que yo ya sabía que tú lo sabías. ¡Claro que tú ya la sabías!
La verdad que siempre tiene infinitos senderos te puede confirmar que jamás
salimos del barrio; sobre todo, al principio, por mi trabajo de terrorista,
luego por mis enfermedades, y por mis borracheras, y por mis enfados, más tarde
por mi amargura general al lado de mi amigo “el fantasma del mercado”, el mismo
que me guiaba por sus puestos y me mostraba sus “delicatesen” a la hora de
invitarte en la mesa desconchada de la terraza al mejor de los restaurantes
Y
al final, casi, casi rozando ya la meta de las apuestas a la vida, y a la
madurez de todos sus contornos, apenas dos pasos después de haber comenzado a
morir en nuestras andaduras, a la hora de esta vejez excesivamente cierta, o
excesivamente incierta; como si nunca llevásemos, o llevásemos siempre puesta
la ropa interior de Victoria's Secret, esa que, para el caso, partiendo de las
estadísticas de los más allegados y los menos, ¿a quién puede o no importar una
segunda sugerencia? Una que nos desafíe, o que nos imponga, o que nos
certifique, y nos guíe hacia esa sorprendente excitación alcanzable o no, esa
que siempre trae consigo las mentiras de los rastrillos, y las de las tiendas
nuevas, las de los todo a cien, sí, de esa ropa interior de la que nos vestimos
la gran mayoría. Excitante, sí, sí, también excitante.
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