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viernes, 17 de julio de 2015
CANTAR DE MIO CID. El primer gran best seller de la literatura española
jueves, 11 de junio de 2015
OTRO PASEO POR LA POESÍA
Para dar otra vuelta a ese martirio desnudo que se presenta imposible entre la contaminación de las ciudades y los hombres, con los pecados mortales que avalan los versos bajo las carpas de los domingos, tendríamos que subirnos a esa poesía irreverente que no almuerza con ningún catedrático, tendríamos que subirnos a esa línea seis del metro, en la que por su trazado circular, comienza y termina con los gritos de todas las metáforas que rompen como Apollinaire los silencios.
En poesía, dicen que todo está dicho; pero si no fuese así, se debería ser absolutamente moderno a cada instante, pues, al pertenecer ésta al mundo en que vivimos y éste cambiar sus realidades con cada tic-tac o cada sombra del reloj que pusieron los antiguos en el muro norte de las catedrales, no se entendería que los poetas hoy, se quedasen como ayer atragantados por su propia grandilocuencia, a la entrada de las primeras luces de los miedos, entre los pensamientos de los mendrugos pasados, sin abrirse a todo lo que aún está por ser y por venir, recreándose con esos lodos de los balnearios medicinales que acaso por nostalgia o amiguismo, intentan reavivar la belleza que nunca tuvieron, la que exhibieron en las recepciones de ayer, después de pasar por tantos y tantos quirófanos.
Con la misma premura que tienen los malversadores de instantes y seres inquietos que somos, muchas veces acurrucadas lagartijas de vacaciones al sol de nuestras incontinencias, parece que cada vez nos introducimos más en la ignorancia del sentimiento de las mareas de la humanidad, las que cuentan siempre, fueron buscando la base de la palabra poética, sobre todo en esos ojos que con tonos infinitos, tienen unos puntos de resonancias paralelas, por donde sin duda se reaviva el anhelo.
Sabemos que ni por asomo hemos llegado a rascar la superficie del posible secreto que la poesía esconde en su interior, ni por asomo hemos encontrado el camino exacto que nos lleve a vestirnos con él de fiesta. Sí, es cierto que en ocasiones hemos conocido, corporeizándose, algunas sendas en las que excesivamente transitadas hemos hecho el amor con gentes deseosas de ampliar los resúmenes individuales del cielo para que las comiésemos algo más que el pico y la oreja, gentes que durante el trayecto nos hicieron compañía, gentes sin acertar a decir cuánto facilitaron o entorpecieron nuestra reflexión. Lo cierto es que las indagaciones para encontrar esta mañana esas reliquias del exilio, no han hecho más que dar comienzo; y no se crean no, que las expectativas con las que se presentan no parecen de lo más halagüeñas.
martes, 2 de diciembre de 2014
ALGUIEN SIN NOMBRE Desde el fondo del verso
La vida de uno es ya la vida de todos los hombres // Jaime Gil de Biedma
viernes, 21 de noviembre de 2014
POEMAS PARA CREAR ESCUELA V Ronald Campos López
Sorprendente.
Para este blog de poesía última contar en este espacio con Ronald Campos López es un gran honor a mano alzada. Espero que, a todos ustedes, vosotros, tú, elevéis al cielo falso de Machado la misma conformidad.
Ronald Campos López es un jovencísimo y sorprendente poeta de Costa Rica, donde tienen la suerte de leer sus artículos en: Educación, Kañína, Filología y Lingüística de la Universidad de Costa Rica. En España colabora en Cauce y en Italia en Artifara. Actualmente, realiza sus estudios de doctorado de Literatura Hispanoamericana en la Universidad de Valladolid, España.
Un trotamundos literario, desde su perspectiva trascendentalista, miembro del Círculo de Poetas Costarricense y del Grupo Samarkanda, es autor de poemarios como: Deshabitado augurio (2004) Hormigas en el pecho (2007) Navaja de Luciérnagas (2010) Varonía (2012) Mendigo entre la tarde (2013) y La invicta soledad (2014) al que pertenece LOS RIESGOS DEL LABIO el poema para crear escuela.
Gracias Ronald por habernos, haberme dado tanto.
Hoy que el mundo se mueve sobre todo por esas delicadas hebras de acero del interés, ¿qué argumentos nos propondrías para que éste u otros mundos, leyese tu poema?
Gracias por considerar uno de mis poemas. A ver, te respondería: Tanto este como otros mundos aguardan un fin, pero no definitivo, sino regenerativo, y es en el amor, en la cotidianidad amorosa, doméstica, erótica y mística donde esta muerte se adelanta, se ensaya o se actualiza, dejando que ese hombre y esa mujer, esos dos hombres, esas dos mujeres encuentren lo infinito en lo finito, lo trascendente en lo inmanente.
LOS RIESGOS DEL LABIO
Morir siempre es ganarle
al ruiseñor lo que ha olvidado
Morir es siempre arriesgarse a ser de nuevo un niño.
Incluso cuando la muerte
tampoco existe,
¡incluso cuando la muerte
tampoco existe, pero se ha detenido ahora a esperarnos!
Todo se lo he robado
con un beso a la muerte.
Todo como hacernos el amor
entre interrogaciones
temibles en la tarde.
¡Todo como tus piernas,
monedas olvidadas
entre mi noche!
Todo como tu pelo antes, cada mañana antes
de asumir terrenal algún trabajo.
Todo como prosperar simplemente
semejante a la paz
sobre tu cuerpo.
Todo como advertirle al infinito
que en la muerte él
también será vencido.
Todo se lo has robado amado mío,
Con un beso a tu muerte y a mi muerte.
Ronald Campos López
viernes, 7 de noviembre de 2014
UNA SOMBRA ELEFANTE
Por un instante me sentí superior, enfebrecido, intratable... como el nieto de las crónicas iluminado por la magia de un Livingstone protagonista. Desperté, próximo al tañido etéreo del aliento que unifica los mundos y regala, en ocasiones, la cama sin hacer de la felicidad. Tras abatir la pieza, fue como si toda la sabana se hubiese quitado de golpe su penumbra matutina, como si toda la sangre, hasta entonces retenida por el encuentro, volviese a correr cada vena, reactivando con deleite todos los miembros dormidos.
Es obvio, que, en el óleo pintado del alma, en la inmensidad de la llanura, las huellas de los elefantes son fácilmente distinguibles y sencillas de seguir, pues, como ya quedó dicho en la parábola; las otras especies, hunden y pierden las suyas dentro de estas. Abatirlo al sol vertiginoso de la impaciencia, a los sesenta metros que salpican de incógnitas y orgullo la distancia, a pesar de que todas las premisas nos sean favorables, resulta un poco más complicado.
Y aunque sí, es cierto que siempre habrá excepciones, que, como hiciese aquel David, ponga de culo al Goliat elefante con un solo disparo certero en la cabeza; la mayoría de las veces es preciso utilizar, en el mapa infinito de su cuerpo, hasta cinco negaciones y una afirmación: dos avispas que le alcanzan en el muslo, un mosquito en la piel de la memoria, y tres miradas, como de azul y buenas noches, en la caja grandísima de los latidos. La mía, diminuta e insignificante, solo crece cuando se enamora. Seis intentos a este lado sucio del cristal, seis disparos, seis gritos que tiritan de luces y se encharcan de sombras. Una pieza admirable, que cuando se siente caer al fondo de la mañana, provoca el mismo estruendo que provoca el mundo cuando se derrumba.
Siempre pensé que el rostro de los hombres se desabotona al paso de las horas y muestra su cansancio solo al final de los días. Pensé que, si una diana era destellante como el cielo iluminado por el vuelo de las luciérnagas, ningún mal cazador podría fallar. La experiencia que pasea alocada por el valle de las arrugas hace qué de inmediato actualicé ese pensamiento. Pues, en lo que no pensé, mientras cargaba y disparaba siglos de ignorancia y días de arrebato fue en la teoría, esa que dice que, a más volumen en los pretextos de la luz que se extiende desde el ojo al aire; menos penetración.
Sí, reconozco que el safari estaba programado para otros, pero, cuando nos lo propusieron, solo necesitamos un instante para asentir. Poco después, casi como en una fantasía, admirábamos desde el cielo, la nube de espuma que se crea, al golpear el río la mañana, y así, una vez en el campamento de Victoria Falls; mientras los habitantes del poblado nos daban la bienvenida con cánticos y bailes; sudorosos por el sol de las doce, incrédulos, nos pellizcábamos para reafirmar la certeza. Como único equipaje teníamos las armas que colgaban del hombro, el otro el que habíamos facturado y que incomprensiblemente nunca echamos en falta, se había perdido.
Lejos quedaban las trenzas del agua en la bahía, las medias verdades del asfalto, los besos de la buena suerte. Aquí, en estos paisajes donde las sonrisas se renuevan y cambian de postura en cada amanecer, donde los ojos duelen de recorrer sin brújula los mapas del mundo a la deriva, donde las horas tropiezan con la mala leche del sol que nos abrasa y nos alumbra a favor del viento... aquí solo queda terreno y más terreno ondulante, para en el peor de los casos, meditar.
Las palabras siempre tan escuetas cuando se trata de expresar sentimientos, en estos espacios tan amplios, apenas si nos sirven de vínculo comunicativo; es la semiología de los gestos y las señales lo que mejor se entiende, por eso nuestro guía, de pronto levantó la mano y la extendió hacia el horizonte, hacia allí donde pacía aquiescente la manada.
Bajo el marchito azul de la tierra nativa, seguimos durante mucho tiempo los senderos desnudos del mundo que cumple su destino. Y seguimos las huellas de los elefantes marcadas en el barro, como una llave que, sin girar, nos llevan hasta el estrecho paso que separa el mediodía desnudo del lamento y la muerte. Las seguimos hasta distinguir en el rojo afilado del estío, nubarrones sobre el corte pedregoso de una montaña.
Desde nuestra posición, salpicados por el terreno, distinguíamos acacias, mopanes, miombos, tecas... parte de una vegetación malva, y verde oscurecido, constelaciones que proporcionan borracheras de sombra y sueño. Sombra gratificante, sombra deseada, fresca sombra capaz de hacer dudar si seguir o quedarse. Solo fue un momento, lo sé, pero reconozco que la tentación, quiso acercarme su mano intrusa, mano a la que ya iba ciego del cansancio y la sed, cuando nuestros ojos y todos nuestros sentidos, bailaron al descubrir el objetivo de nuestro viaje. Un tatuaje en la piel del elefante.
Nos acercábamos con sigilo, pidiéndole a todos aquellos que pudiesen hacer algo, que no cambiase el aire. Nos detuvimos a una distancia prudencial y observamos como ajenos a nuestra presencia comía y jugueteaba la manada. Pacientes esperamos la mejor ocasión. Esta se presenta momentos después cuando un gran macho viejo, acaso sabedor de lo que iba a suceder, se aleja del grupo unos metros y se pone descarado a mirarnos. Recuerdo que pensé en la distancia de sus ojos, en la inmensidad de su mundo interior, en los días de alimento que iba a suponer para la tribu. La adrenalina aceleraba todo mi ser, el corazón estaba a punto de saltar y salir corriendo, la presión en las sienes me nublaba la vista.
Tal vez excesivamente confiado, coloco mi Blazer sobre la vara, apunto al centro de la cabeza y disparo, totalmente convencido de que algo iba a caer y, sin embargo, en el último instante con un leve movimiento que hizo el animal, el proyectil, del 3.75 de punta blindada, pasó apenas sin rozarle. Vuelvo a cargar, apunto y disparo y disparo y disparo hasta seis veces seguidas.
Qué
razón tenía Rilke cuando escribió que: "Lo bello no es sino el comienzo de
lo terrible, ese que todavía podemos soportar; y lo admiramos tanto porque,
sereno, desdeña destruirnos".
miércoles, 3 de septiembre de 2014
MAXIMIANADA 57
miércoles, 18 de diciembre de 2013
UN GUARDABOSQUE REAL
Recuerdo que era invierno. Que la luna llena saludaba agradecida a todos los seres nocturnos que salían a saludarla. Que en la cara norte de las laderas, sobre la retama y los brezos, a la sombra gris del roble pelado, la nieve, se acumula cubriéndolo todo con su paleta de blanco frío. Que incluso mucho más allá de donde los ojos del lince alcanzan, la noche acuna en la brisa de antaño, los perfiles crecientes de su equilibrio.
Recuerdo, a la luz que nos deslumbra en el nuevo amanecer, seguir las huellas de mi padre y éste, las de alguna libre mal herida. He de puntualizar, que las huellas de la liebre, son a menor escala, muy semejantes a las del ser humano: su planta ronda los seis centímetros y la disposición de sus cuatro dedos es similar a la del hombre, solo que sin dedo pequeño. Las liebres en la nieve son torpes y lentas, y buscan siempre algún recodo que las resguarde de tanta luminosidad, por eso y por su pelaje oscuro, no es difícil distinguirlas sobre el terreno blanco. En las más de las veces para ser cazadas por los furtivos, en esta ocasión para proceder a su cuidado con exquisita delicadeza. Mi padre, vendaba su pata con un jirón rasgado de su camisa y volvía a dejarla libre.
Y sí, claro que recuerdo también las discusiones, a la vuelta, cuando al llegar a casa, se enteraba mi madre del estropicio. El siempre era capaz de tranquilizarla diciendo: Pero mujer, es que no entiendes que me pagan por cuidar los bosques y sus animales. Cuando vengan los cazadores quiero que encuentren todo por lo que ellos pagan.
Recuerdo que era invierno. Asombrósamente opalino en las horas centrales del día, pero, acaso el invierno más crudo que la tierra norteña conociese. Que de todas las chimeneas, cordones gigantes de humo, subían hasta alcanzar la unión - imposible abajo entre sus vecinos - y al lado de las nubes crear con éstas, las formas fugaces e imprecisas de antiguos ancestros, para luego, en amigable charla, contándose los secretos, secretos de cada hogar, desaparecer en el infinito.
Si, recuerdo las huellas de unos pasos en la nieve, y en ellas a un hombre envejeciendo con los sollozos diarios, con la sordera del mundo, con los senos espejeros de las horas casi heladas en los colmillos del sol. Recuerdo los colores del cielo raso, de la pradera y del mar embravecido en sus ojos. Recuerdo, su voz singularmente dulce y escueta, su carga silenciosa al cuidado del bosque y sus criaturas, sus balanceos humanos. Recuerdo esa soledad característica que acompaña a los seres diferentes, ese gris plateado de los pájaros en contra de la luz, esa atmósfera inmensamente fugaz, cargada en la pupila de húmedos colores.
Si recuerdo esbozos, de una historia inconclusa, en el oscuro mundo de la mente, justo en ese preciso momento en que la tarde, casi a la conclusión, roza la noche, allí donde su silueta, alargada por la luna, siempre lo acompaña unos pasos por delante, y su mirada y su rostro cansado, tranquilo, sereno, sonriente pero cansado, devuelve el saludo a las hileras de adobe que daban forma a las casas: las mismas que silenciosas le saludaban,
Lorenzo fue el nombre escrito en la pila bautismal. Sofía, lo llamaron otros en un tímido intento de homenaje a la actriz. Padre lo dije yo siempre. Murió en casa como guardabosques del patrimonio, poco antes de que eufemísticamente pasasen a ser conocidos como guardas y mucho después con la democracia, agentes forestales, con nomina y vacaciones.
Lo recuerdo marrón. Vestido al uso con traje: chaqueta, pantalón y gorra de pana, casi con tantos años como él. Lo recuerdo orgulloso, siempre con su cachiporra de mando al cinto, incluso, mucho tiempo después de que el señor Crucelegui lo regalase su vieja escopeta paralela. Era una escopeta del calibre 16, marca Terrible, y si, terrible era la sensación que sentía yo, cada vez que me llevaba con él al bosque y lo leí estampado en la placa de la culata. Jamás disparó un solo cartucho, todos los que le regaló dentro del lote, permanecieron sin usar en la canana. Para él llevarla al hombro era como una anécdota, como una broma, como un adorno que imponía respeto a los que lo miraban.
Sí tengo que reconocer que nunca fue, lo que se dice propiamente un cazador. Más bien fue un pobre hombre, con sus más y sus menos; integro honesto y respetuoso con su trabajo y las personas que lo trataron. No tenía estudios, pero tenía catalogadas en su cabeza todas las especies de sus bosques, siendo el peor momento para él, los días posteriores a la veda, cuando tenía que restar las piezas que habían sido abatidas. Sabía donde dormía cada animal, donde se alimentaba, donde bebía, donde anidaba o donde tenía sus camadas.
En una ocasión, después de enterrar los restos de una madre, cuidó con la leche de la única cabra que poseía, a dos cervatillos, que un lobo había dejado huérfanos. Eran su tesoro y mi juguete, su mayor debilidad. Les guiaba hasta los mejores pastos, y les daba como golosinas rebojos de pan duro, ellos lo seguían a todas partes.
Recuerdo que lloró conmigo el día que algún furtivo desalmado, nos los mató. También recuerdo que lloró, cuando quiso entrar en la modernidad y cambió su vieja burra por una bicicleta. Una bicicleta que solamente utilizaba en el llano. Las cuestas, las bajaba y las subía andando, me imagino que era para no gastar los frenos.
Había sido el encargado de dirigir y plantar de pinos todas las laderas de la comarca y fue en agradecimiento a su honestidad y buen hacer, además de conocerse como nadie todos los montes, el motivo para ser nombrado guardabosques. He de confesar que en casa nunca se probó la carne de ningún animal de sus bosques. Para él eran como una prolongación de si mismo. Jamás cazó una pieza y nunca aceptó ninguna de las que le regalaron los cazadores. En su cabeza y colgadas en la pared del salón, siempre estuvieron presentes las normas del guardabosque, impresas en papel de 1907 con sello y firma: "El personal que se elija, ha de vivir apartado de todo lo que significa influencia o favor, y convencido de que sólo puede fiar la seguridad de su destino y la recompensa de los ascensos al cumplimiento estricto de sus deberes".
Los recuerdos anidan siempre al fondo de la memoria, en las tierras abonadas de la niñez y la juventud, permanecen como las huellas de los animales en el barro, unos sobre otros, hasta que llegado el momento, se destapan y se airean para mostrarnos maravillas que nos ayudan a continuar.