Por un instante me sentí superior, enfebrecido, intratable... como el nieto de las crónicas iluminado por la magia de un Livingstone protagonista. Desperté, próximo al tañido etéreo del aliento que unifica los mundos y regala, en ocasiones, la cama sin hacer de la felicidad. Tras abatir la pieza, fue como si toda la sabana se hubiese quitado de golpe su penumbra matutina, como si toda la sangre, hasta entonces retenida por el encuentro, volviese a correr cada vena, reactivando con deleite todos los miembros dormidos.
Es obvio, que, en el óleo pintado del alma, en la inmensidad de la llanura, las huellas de los elefantes son fácilmente distinguibles y sencillas de seguir, pues, como ya quedó dicho en la parábola; las otras especies, hunden y pierden las suyas dentro de estas. Abatirlo al sol vertiginoso de la impaciencia, a los sesenta metros que salpican de incógnitas y orgullo la distancia, a pesar de que todas las premisas nos sean favorables, resulta un poco más complicado.
Y aunque sí, es cierto que siempre habrá excepciones, que, como hiciese aquel David, ponga de culo al Goliat elefante con un solo disparo certero en la cabeza; la mayoría de las veces es preciso utilizar, en el mapa infinito de su cuerpo, hasta cinco negaciones y una afirmación: dos avispas que le alcanzan en el muslo, un mosquito en la piel de la memoria, y tres miradas, como de azul y buenas noches, en la caja grandísima de los latidos. La mía, diminuta e insignificante, solo crece cuando se enamora. Seis intentos a este lado sucio del cristal, seis disparos, seis gritos que tiritan de luces y se encharcan de sombras. Una pieza admirable, que cuando se siente caer al fondo de la mañana, provoca el mismo estruendo que provoca el mundo cuando se derrumba.
Siempre pensé que el rostro de los hombres se desabotona al paso de las horas y muestra su cansancio solo al final de los días. Pensé que, si una diana era destellante como el cielo iluminado por el vuelo de las luciérnagas, ningún mal cazador podría fallar. La experiencia que pasea alocada por el valle de las arrugas hace qué de inmediato actualicé ese pensamiento. Pues, en lo que no pensé, mientras cargaba y disparaba siglos de ignorancia y días de arrebato fue en la teoría, esa que dice que, a más volumen en los pretextos de la luz que se extiende desde el ojo al aire; menos penetración.
Sí, reconozco que el safari estaba programado para otros, pero, cuando nos lo propusieron, solo necesitamos un instante para asentir. Poco después, casi como en una fantasía, admirábamos desde el cielo, la nube de espuma que se crea, al golpear el río la mañana, y así, una vez en el campamento de Victoria Falls; mientras los habitantes del poblado nos daban la bienvenida con cánticos y bailes; sudorosos por el sol de las doce, incrédulos, nos pellizcábamos para reafirmar la certeza. Como único equipaje teníamos las armas que colgaban del hombro, el otro el que habíamos facturado y que incomprensiblemente nunca echamos en falta, se había perdido.
Lejos quedaban las trenzas del agua en la bahía, las medias verdades del asfalto, los besos de la buena suerte. Aquí, en estos paisajes donde las sonrisas se renuevan y cambian de postura en cada amanecer, donde los ojos duelen de recorrer sin brújula los mapas del mundo a la deriva, donde las horas tropiezan con la mala leche del sol que nos abrasa y nos alumbra a favor del viento... aquí solo queda terreno y más terreno ondulante, para en el peor de los casos, meditar.
Las palabras siempre tan escuetas cuando se trata de expresar sentimientos, en estos espacios tan amplios, apenas si nos sirven de vínculo comunicativo; es la semiología de los gestos y las señales lo que mejor se entiende, por eso nuestro guía, de pronto levantó la mano y la extendió hacia el horizonte, hacia allí donde pacía aquiescente la manada.
Bajo el marchito azul de la tierra nativa, seguimos durante mucho tiempo los senderos desnudos del mundo que cumple su destino. Y seguimos las huellas de los elefantes marcadas en el barro, como una llave que, sin girar, nos llevan hasta el estrecho paso que separa el mediodía desnudo del lamento y la muerte. Las seguimos hasta distinguir en el rojo afilado del estío, nubarrones sobre el corte pedregoso de una montaña.
Desde nuestra posición, salpicados por el terreno, distinguíamos acacias, mopanes, miombos, tecas... parte de una vegetación malva, y verde oscurecido, constelaciones que proporcionan borracheras de sombra y sueño. Sombra gratificante, sombra deseada, fresca sombra capaz de hacer dudar si seguir o quedarse. Solo fue un momento, lo sé, pero reconozco que la tentación, quiso acercarme su mano intrusa, mano a la que ya iba ciego del cansancio y la sed, cuando nuestros ojos y todos nuestros sentidos, bailaron al descubrir el objetivo de nuestro viaje. Un tatuaje en la piel del elefante.
Nos acercábamos con sigilo, pidiéndole a todos aquellos que pudiesen hacer algo, que no cambiase el aire. Nos detuvimos a una distancia prudencial y observamos como ajenos a nuestra presencia comía y jugueteaba la manada. Pacientes esperamos la mejor ocasión. Esta se presenta momentos después cuando un gran macho viejo, acaso sabedor de lo que iba a suceder, se aleja del grupo unos metros y se pone descarado a mirarnos. Recuerdo que pensé en la distancia de sus ojos, en la inmensidad de su mundo interior, en los días de alimento que iba a suponer para la tribu. La adrenalina aceleraba todo mi ser, el corazón estaba a punto de saltar y salir corriendo, la presión en las sienes me nublaba la vista.
Tal vez excesivamente confiado, coloco mi Blazer sobre la vara, apunto al centro de la cabeza y disparo, totalmente convencido de que algo iba a caer y, sin embargo, en el último instante con un leve movimiento que hizo el animal, el proyectil, del 3.75 de punta blindada, pasó apenas sin rozarle. Vuelvo a cargar, apunto y disparo y disparo y disparo hasta seis veces seguidas.
Qué
razón tenía Rilke cuando escribió que: "Lo bello no es sino el comienzo de
lo terrible, ese que todavía podemos soportar; y lo admiramos tanto porque,
sereno, desdeña destruirnos".
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