“Atenea, la
diosa de los ojos glaucos desapareció convertida en un pigargo.” Y aunque entre
mis ataques de catalepsia no distinguiese ninguna de las constelaciones que en
los espacios profundos formaban las estrellas, sí que me gustaba mirarlas y
disfrutarlas y contarlas cada noche en el cielo antes de cerrar los ojos. No,
ni distinguía la inmensa variedad de pájaros, ni de mariposas, ni de insectos,
ni de formas, que se me sucedían; pero sí que pensaba pasear por la
imaginación poco ante de dormir, aquello que me viniese en gana. Y porque sé que todo está dicho y redicho,
quiero volver a escuchar, una vez más de tus labios, esa ofrenda y ese “te
quiero” de una hora que me debes. Ese que nada tiene que ver con los
pensamientos profundos, ni con descansar en el noble fondo de las formas
mutables o inmutables de los abismos, ni con el proceder de los empleados de las lunas de miel soñadas en los trópicos. Es
muy simple, su magia o su verdad, ahora, no es ya más que una sucesión de
acontecimientos que desembocan en la tragedia de todos los días
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