El dolor blanco, y gelatinoso
e insufrible que lo llenaba todo
Se había comido una cuarta parte de la tostada, acompañándola con unos sorbos de whisky con agua, y entonces se había quedado casi dormido con los ojos clavados en el triángulo de pan tostado, una de cuyas esquinas empezaba ya a levantarse.
Patricia Highsmith
–Tener hijos, dices. Pero ¿es
que acaso tú no carrulas bien? ¿Es que tal vez se te han perlado las bujías?
Oye, no se te habrán ido tres o cuatro tornillos, ¿verdad? –Le había espetado,
espurreándole en plena cara, y en una tarde tranquila de finales del invierno,
o, principios de la primavera, infinidad de gotas pequeñísimas de mi saliva con
muchos de mis discernimientos. –Pero ¿es qué tú no
estás en tu sano juicio, no funcas, no funcionas? ¿Eres consciente de lo que me
estás diciendo? –Sí, sí, se lo había dejado muy claro a María de la Cruz de
Piedra en el día de su cumpleaños. Abriéndome a todas las mezquindades, y, a
las tristezas que evocaban mi salvajismo latente, nada tenía la forma deseada.
Se lo había dejado caer sin anestesia, a plena luz sin nubes, a palo recto.
Austero y blanco igual que mi rostro infantil invadido por el acné. Tener hijos
significaría claudicar, estar de acuerdo con sus pensamientos, confirmar, sí o
sí, que esta vida nuestra era mucho más que admirable, que era extraordinaria,
y era maravillosa, estupendísima perfecta, portentosa, y, puesto que, nosotros
–de sobra lo sabía ella– estamos luchando por conseguir todo lo contrario a lo
que nos vino impuesto, ¿cómo podríamos, entonces, concebir los hijos que ella
quería? ¡Eh! ¡Eh! ¡Anda, anda! ¡Dime! ¿Cómo se le ocurría ni tan siquiera
proponérmelo, ni pensarlo, ni dejar que invadiese su cabeza? ¿Cómo íbamos a
darle motivos al hombre, o a Dios, o a quién coños quisiese que fuese la sombra
o la luz que nos dominase y apretase los resortes del alma para no matar, antes
de nacer a todas y cada una de nuestras propias reproducciones? ¿Cómo podríamos
entregárselas a ellos sin luchar, sin entablar siquiera una cruenta batalla en
contra de los aconteceres de esa vida espiritual? ¿Entregárselos
para su consagración, o conservación en esos tubos probetas desinfectadas? ¡Sí,
sí, claro! ¡Ya te digo! Recuerdo que, cuando yo aún era niño de pantalones
cortos, y que apenas si hablaba, más que por otra cosa, por estar mi cabeza
llena de pensamientos extraños y, totalmente fuera, de lo que acontecía en ese
momento, veía vestir de negro a todas las abuelas: faldas negras, chaquetas
negras, toquillas negras que cubrían las cabezas; y en el rostro, y en los ojos
muy negros en dónde no se dibujaba la esperanza, y sí por el contrario,
destacaban en primera persona, las sombras del miedo, ese miedo en el que se
miraban, y mientras me acompañaban guardaban un respetable silencios. El futuro
acercaba las advertencias frenéticas, y fallidas, y desequilibrantes, y temblorosas como los principios de las miserias en las crucetas
de cualquier intimidad, en esa en la misma que era una constante que estaba ahí,
destacando sobre todas las cosas, y que al final del día, aunque nos pareciese
que en él, nos iba a faltar el aliento, y nos iba a sobrar el dolor blanco, y gelatinoso, e insufrible de las mangas
largas que lo llenaba todo, descubríamos que no, que el rostro juvenil era
capaz de alcanzar el sueño que se propusiese. Si todas esas abuelas habían
recibido en una u otra ocasión la visita de la muerte: Hijo y padre. Hijo y
madre. Hijo y hermano. Marido, amante, esposo, nieto, sobrino, tío y todos,
todos ellos fueron fulminados por el frío del diablo en la nevera que les
arrebató la vida después de darles un aire tras abrir su puerta. ¡Sí, sí, por
supuesto! Siempre había algún ser muy cercano por el que afligirse y llorar,
alguno que impacientándose les estaba esperando al otro lado. Así, nosotros, a
ver, ¿cómo te lo digo?, ahora que ya habíamos crecido, y respirábamos el aire
cálido de la noche desierta, y el contenido sutil de la brisa, y aunque no
fuese esa nuestra intención, contábamos mentalmente cuantos amigos y familiares
nos faltaban: ¿Cómo no íbamos a desistir de ser padres al ser incapaces de
llevar la cuenta de tantos familiares como nos faltaban? Así pues, ahora, en
este instante ¿cómo íbamos a pensar en tener hijos?