¿Quién
si hace memoria y penetra un poco más allá del sudor de la frente, no recuerda
con exactitud, todos los colores del lienzo donde, unos mastines amaestrados,
en un instante de frenético festín, se lanzan igual que las palabras hirientes
a los muslos de una cierva? Hubo un período largo de abstinencias que, como una
larga broma en las ciudades dormitorio, presidió este lienzo de oníricos
mordiscos, la pared principal de casi todos los salones, como si en todos ellos
a la hora de cenar hubiese un cazador.
Los
motivos venatorios que mostraba el cuadro eran una interpretación eufemística y
visionaria, de la tabla original, que Sandro Botticelli cuelga, junto a otras
dos de la misma serie en el Museo del Prado. Estas tres tablas y una cuarta
perteneciente a un coleccionista particular fueron un encargo que le hizo su
mecenas Antonio Pucci, para conmemorar la boda de su hijo. En conjunto,
formaban las paredes de un cofre, donde supuestamente se introducirían las
gotas de sangre del amor eterno, la luz de las arras del compromiso, los
irrompibles anillos de la confianza, la fortuna y el bienestar familiar. Toda
una contradicción representando una alegórica condena. Porque no, en la obra
primigenia, en el claro del bosque, no era sobre una cierva gimiente, sobre
quien saltaban los perros hasta estremecer la vista atónita del ojo impasible
que todo lo contempla, hasta derribar el borde furioso de la memoria. Era sobre
el fuego orquestado contra el tiempo de una mujer fría y orgullosa; una mujer
que nunca amó ni sintió piedad. Era sobre un cuerpo desnudo por el que se
pasean, como amores feroces, unas garras afiladas. Era sobre sus formas
sudorosas no siempre ocultas debajo del escote.
Sí,
claro que era una mujer vestida de oleajes, de mala leche y prepotencias, una
mujer a quien incompasivos alcanzaban e inmovilizaban los perros, para que su amo,
como un ciclón abriendo todas las heridas de los hombres, le diese muerte con
su estoque. Luego la arrancaba el corazón insensible y se lo echaba a comer.
Si
hacéis caso del celo constante de las habladurías, estas dirán que fueron unos
brazos brutos los encargados de oscurecer la noche, que solo el pretexto
extensible de las dos cabezas suele quebrantar el talle cristalino del amor,
que los delirios, cada viernes, vienen a ser los pensamientos de una condena
fija, una condena que se refleja en un arroyo de lunas refulgentes, como si
éstas tuviesen de por vida su exclusividad.
Sí,
cuenta la historia que fue al fingir el día, algo lejano y creativo, cuando
sucedió todo, en una encrucijada de verdes perezosos, en un manantial de
imágenes a las doce en punto de la fábula, en el vientre de las horas rotas, en
una sala con asientos de pinos cortados para el banquete, justo, en un jardín
semejante al jardín que aparece en todas las cabezas.
Como
en la realidad que nos muestra una fotografía, Botticelli empleó los rojos
metafóricos de la sangre y el azul inexistente del cielo que engaña y exilia,
para vestir y desnudar los cuerpos de sus personajes. Para pintar la
naturaleza, desplegó todo el ejército de verdes agostados a las tres del
compromiso. En las columnas de pinos abiertos al horizonte, como si fuese un
cruce de caminos sin señalizar, puso el marrón oscuro de los párpados en medio
de la tormenta. En contra del abismo abierto al mar, al espíritu sin trabas del
caballo, lo pintó de polvo blanco, el blanco asfixiante y cansino de la pureza.
Y si, acaso para contrarrestar, o solo porque así lo imponen los cánones
comunes de la belleza, al cuchillo y al infierno, los vistió de negro, de negro
con toques precisos de luna partida, de negro como los patios del colegio, como
la piedra y los pecados, de negros colores vivos para compensar la muerte
El
dolor viene siempre envuelto de regalo al nacer el día. Aquí, es un cuento
escrito por Boccaccio en El Decamerón. Un cuento que después de traspasar los
límites de la mera apariencia, nos dice lo que son las cosas en sí misma, o
simplemente lo que deseamos llegar a entender de ellas. El protagonista
enamorado de una joven que no le corresponde, se suicida. Ella, por una
sucesión de raros acontecimientos, pasadas unas semanas, también muere. La
divina justicia los condena para toda la eternidad, a ella, por su mala
condición a ser perseguida por su enamorado, a él, como castigo, a darle caza y
arrancarla el corazón todos los viernes, para renacer y volver a morir el viernes
siguiente. La historia de Anastasio es la repetición de la misma historia,
también él es joven y está enamorado de una mujer que no le corresponde.
También él quiere salvar el mundo y a la dama, pero del mundo, de sobra sabe
que es un caso perdido y que la dama vive solo en una ilusión, en los pasillos
olvidados del silencio.
Puestos
a criticar, tanto Boccaccio como Botticelli en los tiempos que corren, serían
detenidos, juzgados y condenados por hacer apología sobre la violencia de
género. Las pruebas permanecen escritas. Son luminosas y trascendentales como
los gritos del color de las vísceras en la tabla. En la distancia, ambos
representaron a su modo, esas lágrimas de un desencuentro, y ahora, la belleza
de una monstruosidad.
No
es mi deseo concluir sin volver al motivo venatorio con el cuál di comienzo. Es
conveniente recordar; que más de una y más de dos vez, se dio la circunstancia
de que al ser una pintura tan socorrida como regalo adquirido siempre en el
último momento, la feliz o infeliz pareja de recién casados, se encontraba al
desenvolver los presentes, que había en el lote, desde uno a cuatro motivos de
caza muy similares, y claro está, como antes o después los regalantes harían la
visita de rigor, - más que por otro motivo, para ver que su obsequio estaba
expuesto en el lugar de la casa que le correspondía, - por supuesto sabía el
matrimonio, era preciso reservar un hueco para colocar en su momento el
correspondiente a cada visita, en la pared que dejaban libre: las fotos de la
fiesta, el mueble bar-librería y el espejo vestidor; ese frente al cual tantos
hijos fueron engendrados.